Antes de venir a Colombia, el rockero argentino pensaba, por la mala prensa, que en este país vivir no importaba. Pero después de su primera visita, en 2008, aprendió a punta de aguardiente que lo que les gusta a los colombianos es gozar.
Antes de subir a la suite a mi entrevista, otra cara es la que me habla de la estrella. No es visible ni elocuente como Olga Castreno, su manager general. No tiene un pelo en la cabeza pero sí en la frente una partitura llamativa de arrugas.
Se llama Marcelo Pomilio, tiene pinta de gladiador y su gesto es de alguien que acaba de mover un piano varias veces de aquí para allá. Viene con el artista de Mendoza y se prepara para su presentación en Rosario. Tiene la actitud del que espera nervioso un parto. Antes de dejarlo, después de hablar con él lo que dura un café expreso, le pregunto que si ya se va a dormir, pero él no se lo cree, sonríe, y solo atina a decir: «Si el artista descansa, yo descanso, y este loco tiene cuerda para rato».
Hace 13 años es el ancla del cantante. Es la persona encargada de coordinar a Calamaro con los aeropuertos, los hoteles, el mundo y los horarios. Es su manager personal. Hace 13 años se empeña en organizarlo, como se puede organizar un tornado.
En la suite 1508 del Hotel Ros Tower, en la ciudad del Newell’s Old Boys, de Fontanarrosa y de Fito Páez, nos espera una cita con el mismísimo viento enrevesado vestido de Calamaro. Se abre el ascensor en su piso y suena en los corredores un heavy metal que ladra y ladra como un perro rabioso detrás de su puerta. Adentro nos espera con una espesa capa de humo sobre sus hombros, como si cargara su propia niebla que lo relaja.
Su cara parece de papel de cera con los que se calcaban los mapas en la escuela. Se esconde detrás de una mesita con una montaña de piel amontonada de varios maletines, seguramente de donde salieron el computador, el parlante Bose y el ecualizador, con los que Calamaro juega con sus pequeñas mezclas musicales para botarlas en Twitter como dinamita. Abandona su juego y nos mira: “¿Qué tal chicos?”, dice y nos abraza.
Vamos a una mesa de juntas, en el extremo opuesto al de su cama, pero a mitad de camino cambia de parecer y nos devuelve a su consola improvisada a oír las canciones de su próximo disco, Bohemio. Una camisa demasiado larga color violeta y unos jeans derretidos sobre unas botas amarillas muy sucias son el molde donde se vacía el artista.
Después de una buena tanda de su nueva música, me queda sonando un pedazo de su poesía, como la gota que no deja de caer de una llave dañada: “cuando no estás me aconseja mal la soledad”. Aplaudo y es como si agitara con una cuchara… Calamaro crece como espuma, sonríe y se retira a una esquina a bogarse una Coca-Cola.
Pasamos de nuevo a la mesa de juntas con cortinas doradas, pide otra Coca-Cola, pide agua y más agua y pide la palabra. Conversa sin prisa, en medio de su humo personal, con muchas vueltas, eternas pausas y muchos sorbos prolongados de alguien sediento. Hablar con él es entrar en una gran caverna. Parece ausente, pero luego se concentra y suena. Su respiración es pesada y pesada es la carga en su cabeza.
¿Cómo van esas mezclas de canciones que sube a las redes sociales? ¿Verdad que mezcla a Cortázar con Pantera?
Son más de dos mil y no me puedo acordar si mezclé a Cortázar con Pantera. Supongo que a Cortázar le busqué otro environment, pero sí, hago loop a Pantera. De todas maneras, ahora mi álter ego en soundcloud, que es A$K (nombre de usuario), va a desaparecer un poco. Voy a hacer mezclas de a una, no voy a hacer sesiones de veinte o treinta como las venía haciendo. Acabo de terminar el disco y ahora trabajaré con el artista gráfico toda la parte del video. De la gira hicimos cinco presentaciones nada más; de todas maneras el estudio móvil me acompaña en los conciertos (se refiere al montón de maletines y aparatos en donde lo encontramos encaletado al principio de la entrevista). Pesa el nene, pero lo quiero llevar a todos lados conmigo.
¿Se considera un twittero adicto?
Twitter lo veo como un concepto urbano. Es como si no existieran las ciudades y viviéramos en pueblos y aldeas y, de repente, queremos vivir en una ciudad para estar juntos. Todo es una revolución en ese momento. Yo no estoy muy seguro del twitter, aunque a través de esa red social he podido difundir mis 2.150 grabaciones. Twitter desplazó al blog poético, desplazó a las páginas web.com, había gente que trabajaba muchísimo para tener páginas web, llenas de detalles y de crónicas de conciertos, imágenes inéditas, trabajaban muchísimo para hacerlo, y twitter sencillamente las desplazó.
Pero, ¿es adicto al twitter?
Ahora que lo preguntas, digo ¿qué era antes una adicción? Antes un adolescente se quedaba horas hablando por teléfono con sus amigas ¿no?
¡Cuelgue!, gritaban en la casa.
Sí, por eso yo entiendo por adicción otra cosa. (Suelta una sonrisa cómplice y hace eco en mi cabeza ese pedazo de letra suya que dice: “¡voy a caminar solito/ sentarme en un parque a fumar un porrito/ y mirar a las palomas comer el pan que la gente les tira”.).
¿Se ha puesto a pensar en un camino distinto al de la música que podría haber tomado?
Nunca pensé que fuera a terminar siendo abogado y, además, llevaba muchos años estudiando música.
¿Y por qué intentó estudiar Derecho, entonces?
Atahualpa Yupanqui dice: “Que la tierra elige a sus cantantes, para que canten para el pueblo”. Y yo siempre fui aficionado a la música; fui un estudiante mediocre, y luego me gustó tocar la batería y escribir canciones y cantarlas. Esas cosas pasan en la clase media, mi papá es abogado. Mi experiencia universitaria fue una mosca; creo que una mosca vive más que el tiempo que pasé en la universidad. Un mosquito puede ser.
¿Qué ha pasado desde La chica del paraguas a sus más recientes composiciones? ¿Su manera de componer es la misma?
Hay que borrar ese capítulo de mi biografía porque La chica del paraguas es el nombre de una canción de Los Gatos, que sí es una verdadera canción y lo mío era un balbuceo de chicos. No sé cuál fue la primera. Las primeras fueron un juego con la música mientras yo tocaba batería. Las primeras cosas que hice para cantar no las tengo registradas como mis primeras canciones.
De esos primeros ejercicios a hoy, ¿el oficio ha cambiado?
Podría haber estudiado mucho más, podría tener más conocimiento de la grabación digital, de la armonía, del jazz, en ese sentido dejo que las cosas ocurran y mi principal actividad es enfrentarme al sacrificio de cantar cada mañana. Estoy enfocado en eso ahora, en cantar.
¿Quién manda más, el artista o el que escribe?
Soy un músico rock que se hace pasar por artista que escribe. No es un trabajo sencillo. Siempre tengo que cantar treinta canciones y las tengo que cantar bien. Cada sílaba.
Es una prueba exigente.
La existencia del cantante es trágica. Así lo dijo Atahualpa Yupanqui, así lo dice Juan Moneo. La existencia del cantante no es traumática, pero sí trágica. Mañana puede ser un concierto divertido, valiente, gracioso y, al mismo tiempo, íntimamente, puedo tener conversaciones trágicas conmigo mismo. La dinámica funciona así.
¿Qué le queda del 22 de agosto? ¿Qué carga de esa fecha, ahora que se la veo tatuada en el brazo?
La tengo marcada para no olvidar el día en que nací. Esa fecha también es un emblema para mi país. Ese día, aunque infame, es histórico para los combatientes de los setenta. Es el aniversario de la matanza de Trelew, que fue un intento de fuga de la jerarquía de la guerrilla presa en una provincia al sur de Argentina. Algunos llegaron al avión, pasaron por Chile, fueron a Cuba y a otros doce se los llevaron a una pared y los mataron. Todo esto sucedió un 22 de agosto de 1972.
Usted tenía 11 años.
Sucedió en una época de mucha discusión política, con un tono distinto al de ahora. El leitmotiv no lo daban los medios de comunicación, eran militantes discutiendo con militantes. Todo era realmente ideológico.
¿Qué queda de aquella persona de 11 años?
El pelo. Lo demás lo fui ganando y perdiendo en el camino. Fue un camino largo, la carretera te mantiene joven, pero también se lleva muchos compañeros.
Lo dice en su música…
Estaba viendo de vuelta la película El último vals. Es el mejor documental de terror de la historia. Lo hizo Scorsese con el grupo The Band, en el que les hacen muchas entrevistas. ¡Es espectacular! Está Bob Dylan, Neil Young, Dr. John, todos ellos cantan canciones y tocan fantástico. Es el 79 y ahí están ellos. Robbie Robertson dice: “Llevamos 16 años en la carretera, los primeros ocho fueron de bares de sitios inmundos y los últimos ocho fueron de lugares grandes”. Su último concierto es en San Francisco porque es el primer lugar donde tocaron con el nombre The Band.
Realmente, ¿qué es lo que le llama la atención de El último vals?
Me llamó la atención que uno ve a todos maduros y, al mismo tiempo, están jóvenes. Muchos siguieron en la carretera. El año pasado al disco de Neil Young, La píldora psicodélica, los especialistas del rock lo ubicaron entre los cinco o diez mejores de 2012. Lo mismo pasó con el trabajo de Bob Dylan y Leonard Cohen. Hablo de ellos, que deben tener más de setenta años, para ilustrar que siguen vigentes.
Acuérdese de ese poema de Leonard Cohen: “Solo hasta que diste media vuelta, pude darme cuenta que tenías el más perfecto de los traseros, perdóname por no haberme enamorado ni de tu cara ni de tu conversación”.
(Escucha con los ojos cerrados y sonríe con sorna) Espero que lo digas por mí; lo tomo como un cumplido.
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En el lugar del concierto, en lo que fuera una vieja estación del tren, dentro de un centro comercial en Rosario, la gente lo espera, grita su nombre y bebe cerveza. Los músicos lentamente se ubican en el escenario como torres, alfiles y caballos, cada uno en su cuadrado imaginario. Finalmente, aparece el rey vestido de negro con una banda en la cabeza y un sintetizador en sus manos. Una gran pantalla a sus espaldas calca su figura mientras con las dos manos desenfunda y apunta a la gente que le grita: ¡Oe, Oe, Oe, Oeee, Andrés, Andrés! De las 30 canciones que pisarán la plaza esta noche, Me arde es la primera en salir a la arena oscura del rockero, en una corrida donde él todavía no sabe si es el toro o el torero.
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Andrés, ¿en quién cree?
Creo en el flamenco y en la tauromaquia como fiestas culturales. Son arte maravilloso. Me gusta encontrar comparaciones, digamos el rollo del sentimiento y la liturgia, del flamenco y la tauromaquia. Todavía estoy aprendiendo a ver y a sentir.
¿Cree en Dios?
Estoy dispuesto a creer en cualquier cosa. Tuve epifanías, tuve demostraciones de que existe lo divino. Aunque fui educado laico, feminista y socialista, nunca pensé que yo tenía un lado místico.
¿Viviendo, componiendo, cantando?
Un poco de cada cosa, sí, frente a otros artistas. Escuchando algunas cosas por primera vez, en una ocasión tuvimos un episodio de magia negra del blues. Estábamos grabando mucho blues y, sin pretenderlo, tocamos los de magia negra. Ocurrió como en las películas, se ve que mientras grabábamos, inconscientemente juntamos los ingredientes que nunca hay que nombrar… como en las películas de terror clásicas. Con Gringui Herrera estábamos grabando y las ventanas, “pa, pa, pa”, empezaron a abrirse y a cerrarse y se cortó la luz. Entonces fuimos a ver la caja de los plomos…
Los fusibles…
…Los fusibles llamamos acá, plomo es en España. Y los fusibles eran una especie de piña… Como todo un montón de plástico fundido. ¿Qué había pasado a través de esos cables? No lo quiero saber, pero en ese momento abrí la ventana para que pasara tranquilamente quien me fuera a buscar. O los reyes magos o los cuatro jinetes del apocalipsis
¿Y hubo más de estas cargas sobrenaturales?
Después Gringui vivió el milagro del blues. Tuve que hacer una canción para contar sobre eso, el milagro de blues. Por suerte estaba grabando… Se graban 4 pistas ¿no? Digamos que se asignan dos para grabar, un estéreo, y las otras dos no se borran. Si fueron grabadas antes, todavía tiene grabado eso que está ahí.
¿Y qué pasó?
Entonces, de la forma que yo grababa, usé los primeros dos canales para tocar con una base de un teclado japonés y una guitarra. Y con esos materiales grabé El salmón. Me lo estaba tomando en serio, y, mientras estaba tocando, escuché lo que habíamos borrado, pues estábamos grabando sobre una canción. Entonces, estoy tocando la grabación nueva y en esas escucho la voz de la canción anterior que estaba borrando. La posibilidad de que el canto quede entonado y a ritmo es una aguja en un pajar ¡es un milagro de blues! Ahí sentí la presencia divina.
¿Se sintió tocado por Dios?
Dios me escuchó cantar, pero ya no Dios como concepto. Me da un poco de vergüenza contarlo, pero lo sentí en aquel momento. Ya había sido suficiente con derramar lágrimas en una canción recién escrita; llorar frente a la música es una maravilla y a mí me pasa poco. En España, siempre en el ámbito flamenco, me cuentan cómo lloraron escuchando a tal, cómo lloraron en el casamiento de tal cuando cantaba El Torta en Jerez, lloraban a punto de arrancarse la camisa, como dice Camarón: “Soy gitano y vengo a tu casamiento a romperme la camisa, la camisita que tengo”. ¿Ves que no soy una persona muy mística? Pero por amor estaría dispuesto a todo. Con lo místico solo encuentro consuelo.
¿Con quién se identifica?
Yo soy más como el torero Juan Belmonte; me identifico con su figura. O sea, y lo mismo dice Bob Dylan. Si alguna vez hubiera estado realmente mal, tenía ahí la ventana para tirarme y terminar en un segundo. Juan Belmonte, matador de toros, no pudo morir en la arena. Y ya de viejo, cuando el cuerpo le empezó a molestar, se pegó un tiro con una pistola Luger. Juan Belmonte fue un torero revolucionario, hace cien años hizo temporadas buenas. Incluso estuvo en Buenos Aires; hizo una especie de luna de miel, creo que se casó con una chica peruana. Hay un libro interesantísimo para disfrutarlo varias veces, Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chávez Nogales.
Si en la canción el toro no embiste, ¿al final qué va a hacer?
Frente al público los toreros arriesgan su vida y su vergüenza. En el caso de los músicos, si las cosas no salen bien en el escenario, nosotros estamos muy ensayados. En mi caso, tengo una cuadrilla muy buena; si el toro no embiste, habrá banderillas espectaculares, muy bien puestas. Ayer estuve pensando bastante en la comparación del toro y el torero con el rock, porque mi amigo, el ganadero Gerardo Ortega, que tiene una gran colección de guitarras, me dijo que el torero era el cantante y el toro era la canción. En su momento, la comparación no la vi muy clara. Y ayer me di cuenta de que la comparación es buena porque cada canción puede renovar sensaciones. Y cuando la canción empieza, el público la recibe con una serie de verónicas, rematada con una media incendiada de torería. Después los guitarristas empiezan con sus fuegos artificiales. De los toreros se esperan dos o tres detallitos. Si luego ven que va a ser duro, se conforman con esos dos o tres detallitos. Con el rock eso no es posible. El otro día en Chile hubo una canción que el público esperaba, Paloma, y el concierto pasó a la historia porque no la toqué.
¿Una corrida memorable por el toro que no salió a la arena?
Imagínate que con dos o tres detallitos no alcanza. En cada concierto, mientras toco el piano, me importan también los detalles. Lo que pasa es que tienen que ser detalles de verdad. Me cuesta mucho ir y dejar que transcurra lo que estuvimos ensayando en el verano y ya. ¡Tengo que cantar! Es eso.
¿Y por qué no tocó Paloma?
Porque estaba muy al final de la lista y preferí cerrar con otra. Cantamos una estrofa de Soda Stereo. Preferí hacer ese final.
¿A veces piensa en Cerati con su vida en un largo suspenso?
(La pregunta la recibe como un viento helado en la cara). Por supuesto. Muchos amigos se llevó la carretera. Pero prefiero no hablar del tema, me trasciende, me excede. Estoy con un concierto, estoy con un disco y de ese lugar entre la vida y la muerte no puedo decir mucho.
Hablando de públicos, ¿cuál fue su primera conexión con Colombia?
Nuestro primer contacto con Colombia fue increíble. Primero viajamos a México, donde tampoco habíamos tocado. Sinceramente no sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Hablé con los chicos y les dije que si el público no iba a ser tan volcado al éxtasis como el argentino, entonces nos tomaríamos las cosas con calma. Y llegamos a Guadalajara y las mujeres nos tiraban ropa interior al escenario.
Y ese fue el “pre” de Colombia.
Colombia fue una maravilla. Hicimos un tremendo concierto en Bogotá y dos en Medellín y Cali, que fueron deliciosos. Fue muy emocionante.
¿Qué imágenes, como las que tiene de México de mujeres tirándoles sostenes, tiene de su primer contacto con Colombia?
Un público muy sensible, muy dulce, muy cálido, cantando las canciones. En México ellos tienen esos ratos de locura, como subirse al escenario. En Los Ángeles, que es territorio mexicano cien por ciento, tuvimos una invasión del escenario que nos dejó secuelas físicas a mi asistente y a mí. Una niña, redondita, subió al escenario y a mí me pareció que, mejor que bajarla de una patada, mejor era darle un abrazo cordial y decirle gracias. Y listo. Se me colgó y me liberó como todo su peso muerto hacia abajo. Tal vez por lo del tequila ellos son así.
Tequila, pique, ají.
Es el genoma. Parece que resulta bien para la salud porque no se cuánto viven allá…
¿Qué le gusta de Colombia? La próxima será su tercera visita. ¿Qué le gusta? ¿Qué ha probado de Colombia?
La verdad es que no puedo hablar en esos términos porque voy principalmente a encontrarme con una multitud de colombianos. Ahí es donde nos conocemos, en el concierto. Y mi impresión es buenísima. Durante las décadas trágicas de Colombia, pensé que a los colombianos no les importaba vivir, pero cuando llegué a Colombia, aprendí que a los colombianos les importa vivir. Es decir, quieren la rumba y ese aguardiente en caja que toman. Es algo maravilloso, hermosa manera de vivir a pesar de los problemas. Bogotá tiene un clima extraño, especialmente para hacer conciertos al aire libre.
Es un clima caprichoso.
La última vez tocamos en Rock al Parque y la gente llevaba bajo la lluvia no sé cuánto. Tal vez ocho horas. El día había sido asqueroso, en el buen sentido porque nada es asqueroso en Colombia, pero siento que el cielo no ayudó mucho. Tampoco la temperatura templada.
¿Qué recuerdo tiene de Bogotá?
¿Ahí es donde hablan y a cada rato te dicen marica, marica, marica… ?
¿Una mujer colombiana?
Un amigo pianista tiene una novia fantástica que es actriz, por suerte siguen juntos, ahora están en Bogotá. Allá nos vamos a encontrar. Pero la verdad no conozco a ninguna celebrity colombiana como Frida Kahlo en México.
Sofía Vergara…
Yo lo entendía más en el crossover, aparte si me la cruzo por la calle no la reconocería. Yo igual voy en otro plan, salgo a cantar.
Pero igual va a Colombia y toma café.
¡Yo sí que tomo café y ahí está Juan Valdez! Siempre voy a los conciertos con mentalidad de soldado, si tengo algunos días libres y mi novia me acompaña, me gusta pasear. Por lo general, estamos 24 horas o 28 horas. Me gustaría llegar a los lugares y tocar inmediatamente, sin preámbulos.
¿Son aburridos los preámbulos?
Ahora como estoy con estas grabaciones satánicas… No soy muy zen en ese sentido; no me llevo muy bien con los viajes largos, esperas y todo eso.
“Estaba hablando con la hermana de una chica colombiana, dormían en camas separadas” dice en la canción Me arde. ¿Cuál es el origen de ese tema?
¿Qué se yo? Uno se vale de una imagen para inventar una escena o una serie de frases. Las hermanas de la canción perfectamente podrían estar trabajando detrás de la barra del restaurante argentino. Valerse de todo es una de mis técnicas para escribir canciones. Uno puede quedarse con el vaivén de la falda de una niña que pasa, vestida de verde y empezar un tema. Por lo menos eso les enseñé a los letristas de mi escuela, que además de íntimos amigos míos, escriben canciones conmigo.
Tras treinta años de carrera llega a Colombia en el 2008. ¿Por qué duró tanto tiempo sin ir?
Nunca me llevaron. Lord Byron decía no vamos, nos llevan. Yo estoy agradecido porque me llevaron después de estar más de dos décadas esperando. No soy responsable de mi ausencia prolongada. Tal vez fue por cuestión de contratos. Con Los Rodríguez hicimos una carrera basada en España y de ahí casi que no nos movimos.
¿Qué es lo trágico del que se para frente a un concierto?
Hay que dejarlo todo y, a veces, eso no es suficiente. En ocasiones ni siquiera sabe uno por qué no fue suficiente. Me dejo llevar por mis arrebatos existenciales y eso le da un poco de dramatismo a los conciertos. Viéndolo mejor, mis comparaciones son injustas con los toreros que arriesgan su vida.
¿Sufre siendo cantante?
Es una responsabilidad muy grande. Si veo que no tengo buenas sensaciones, tengo la próxima canción para intentar redimir la alegría.
Frente a cada público dice cosas para conectarse, ¿a veces funciona, a veces no?
Casi siempre lo que digo es crítico y nadie me lo festeja, son chistes que no entienden ni siquiera mis músicos. La verdad que antes de hablar hay que cantar. La alegría embriagadora de un concierto que sale bien me pone más conversador.
¿Es una pesadilla levantarse un día sabiendo que no puede cantar?
Es la peor de las pesadillas. Quiero decir, la voz es un instrumento que no existe, pues está adentro. Me encanta estar en condiciones óptimas vocales para poder divertirme. Creo que cuanto más pueda dar, mejor será el concierto.
¿Hasta cuándo va a cantar?
La fantasía de retirarse es frecuente y compleja. De hecho, acabo de empezar una gira. Mejor que no lo piense hasta fin de año ¿no? Eso es lo más importante.
Fue bueno verlo, para nosotros ha sido un honor.
Para mí es un honor que vengan de tan lejos a hablar conmigo.
***
Todo se acaba, y en cuestión de minutos el salón del concierto queda vacío. Es como si cada espectador se hubiera convertido en una lata apachurrada de cerveza Quilmes, de las miles que quedaron regadas por el suelo, último bullicio en el auditorio mientras Calamaro en su camerino se pone una camiseta de Newell’s Old Boys que alguien le ha traído, come algo, no deja de mirar a su novia, y vuelve a colgarse su espesa capa de humo sobre los hombros, su salida de emergencia por donde escapa como un mago de su encierro, para tumbarse plácidamente sobre la hierba.
Jairo Dueñas Villamil | Cromos.com.co